En 2005, al cumplirse 10 años del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, escribí esta columna en el periódico ‘Portafolio’, que hoy vale la pena desempolvar.
A.— Un perfecto desconocido. En 1986, poco después de perder las elecciones frente a Virgilio Barco, Álvaro Gómez asumió la dirección de la revista Síntesis Económica. Como novel caricaturista, yo quise explorar la posibilidad de publicar mis dibujos en esa revista, dada la semejanza de temas con los del periódico La República, donde yo ya era colaborador. Así las cosas un buen día, en un acto de insensatez, decidí llamar al excandidato a pedirle una cita. No corrí con suerte; la secretaria me dijo que él no se encontraba en la oficina, pero que le dejara mis datos para que me devolvieran la llamada. Colgué el teléfono bastante escéptico, con la convicción de que simplemente me había sacado el cuerpo, cosa que no me sorprendía, pues al fin y al cabo yo nunca lo había visto y llevaba escasos tres meses en el oficio. Días después, sin embargo, al contestar el teléfono una voz grave me dijo: “Le habla Álvaro Gómez”. Me dijo que en ese momento no me podía ofrecer nada, pero que cuando asumiera la dirección de El Siglo volveríamos a hablar. Pocos meses después, contra toda esperanza, fui contratado como colaborador permanente del periódico de La Capuchina, donde desarrollé una de las etapas más apasionantes de mi trabajo.
B.— ¿Cuál intolerante? Cuando me proponen colaborar en algún medio, antes de hablar de plata, la primera condición que pongo es que me dejen expresar libremente, sin ninguna clase de cortapisas; de lo contrario no hay trato. El Siglo no fue la excepción y Álvaro Gómez —a quien vine a conocer personalmente como un mes después de que me habían contratado— siempre fue respetuoso de ese pacto no escrito, aunque no compartiera mis puntos de vista, lo cual desvirtúa esa mala fama que le crearon de reaccionario e intolerante.
C.— Un Señor Director. En el día a día en El Siglo lo pude conocer un poco más, aprendí de sus impecables escritos y me deleité con sus amenas conversaciones y sus punzantes comentarios, que parecían seguir el compás de sus gruesas manos, en una de las cuales era frecuente verle unas gafas oscuras con marco de carey. Bromeando con mi amigo Álvaro Montoya, solía decirle que Gómez no tenía gafas de sol, sino gafas de mano.
D.— Un triunfador derrotado. Y aunque sería imposible hacer conjeturas sobre lo que hubiera sido un gobierno de Álvaro Gómez, lo que sí ha quedado claro es que era un político que tenía una visión que estaba más allá de su tiempo. Baste recordar que perdió las elecciones de 1974 con las mismas banderas que ganó Gaviria dieciséis años después (la apertura económica, mal llamada ‘desarrollismo’); y perdió en el 90 con la misma consigna con que ganó Uribe en 2002 (“que no maten a la gente”).
E.— Ante todo, periodista. Hoy —al conmemorar diez años del asesinato impune de Álvaro Gómez— es un día propicio para invitar a aquellos ‘exalvaristas’ convertidos en furibistas a que repasen un poco las ideas de quien nunca se creyó un Mesías. Gómez —quien se autodefinía como “un periodista y casi nada más que eso”— fue mal político porque para él la política no era un fin sino un medio. Y nunca hizo política con el ánimo de buscar grandeza, sino que se hizo grande a pesar de la política.